Riqueza (a veces) despreciada

“Los ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar, porque esta civilización seguirá adelante sólo si sabe respetar su sensatez y su sabiduría», expresó el Papa Francisco durante la catequesis de la audiencia general del 4 de marzo de 2015.

Francisco se ha referido, en múltiples ocasiones, a la ancianidad; a los abuelos (los «nonos», en italiano-argentino) como la sabiduría de la familia, como la sabiduría de un pueblo. «Y un pueblo que no escucha a los abuelos es un pueblo que muere».

Por desgracia, cada vez menos escuchamos a los ancianos. Cada día encontramos mejores y más refinadas fórmulas de descartarlos. La sociedad occidental, particularmente, los desecha como trastos inútiles porque «ya no son productivos».

En nada ayudan los medios de comunicación. Cine y televisión nos proponen una mirada exclusiva a la juventud como lo valioso, lo que tiene plenitud, lo que se admira más. Y ahí tenemos a hombres y mujeres en la madurez, buscando, por todos los medios, no asumir su edad, haciéndose lo que no son para «vivir la vida».

Afortunadamente, existen tradiciones que están arraigadas en las familias y en algunos países del mundo. Hay que explorarlas y explotarlas al máximo. La primera y más bella tradición es considerar a los ancianos como el eje de la memoria y, por lo tanto, de la identidad. Ellos nos dicen, con sus andares y su pulso tembloroso, lo que somos, de dónde venimos, a dónde vamos y qué debemos hacer.

Cuidarlos con amor, acompañarlos en sus años definitivos, es la muestra más grande de civilización que conservamos y de cultura que podemos dar como familia, como sociedad. Echarlos al vacío, cerrar los oídos a sus historias, a su fe, a su reclamo de vida, es, además de un error gigantesco, un pecado.

Publicado en El Observador de la actualidad