Decía Joseph Ratzinger que la mayor sabiduría es el temor de Dios. Para el mundo esta sentencia es un disparate: la mayor sabiduría es, entre nosotros, la del que hace daño, se beneficia del daño y sigue viviendo como si nada.
En su meditación el cardenal Ratzinger destaca que existe un “miedo justo”. No el temor a la muerte, al infinito, a la soledad, sino el temor a la pérdida de nuestra amistad con Dios. Por culpa de la absoluta indiferencia hacia su obra creadora. Continuar leyendo
Cuando Jesús dijo que los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos nos estaba previniendo contra todo acto discriminatorio; contra toda violación a la dignidad de cada hombre como hijo de Dios.
Si yo le dijera a usted que a su niño menor de 12 años le diera un cigarro de marihuana o un vaso de alcohol para “quitárselo de encima”, seguramente me diría –y comprendo la razón— que o estoy loco o les estoy queriendo tomar el pelo.
Cada vez que el Papa Francisco visita una cárcel se dirige a sí mismo esta pregunta: “¿Por qué el/ella están ahí, tras las rejas, privados de su libertad, y no yo?” Es una pregunta que nos interpela. Como tantas otras que hace Francisco en cada uno de sus encuentros con los fieles.
Hemos vivido en una época en la que ir a Misa, confesarse, comulgar, celebrar una boda o una primera comunión queda a nuestro arbitrio. Vamos al templo “cuando nos nace”, donde “el padrecito no se tarde” y las pláticas sean “rapiditas”. Pero hubo un tiempo, que debemos traer a la memoria, en que las puertas de las iglesias estuvieron cerradas. Y la desesperación de aquellos mexicanos podría ser un dardo clavado en nuestra fe acomodaticia.
Bajo la premisa de que es posible “comprar” lo mejor de este mundo, ha surgido lo que un periódico español acaba de publicar como el “boyante negocio de la felicidad”. Por dondequiera que volteemos, vamos a encontrar recetas, caminos, fábulas y cuentos que nos indican cómo olvidarnos de los demás y vivir para-nosotros-mismos. Ése es el secreto de todo el tinglado: el hedónico yo-mí-me-conmigo.
Para mi generación el 2 de julio de 2000 fue un parteaguas. Por muchas razones. ¿La principal? Que el cambio era posible. Lo que nos había sido sugerido como una quimera, de pronto se había convertido en realidad. Poco importaba que el que encabezara el cambio fueran Fox o el PAN. Era el abanderado de un México que en 1968 se había revelado en contra del autoritarismo de Estado y que en 1985 había descubierto la solidaridad por detrás, por abajo, por un lado de los controles oficiales.
El INEGI acaba de difundir un trabajo importantísimo con un nombre horroroso: Módulo de Movilidad Social Intergeneracional (MMSI). Entre los apartados, hay uno que merece nuestra atención: el de Percepción de Movilidad Social por Auto Reconocimiento de Color de Piel.
En el lenguaje llano “ponerse en los zapatos del otro” significa lo que los psicólogos de la comunicación llaman “empatía”. Algo así como empatar con el vecino, con el prójimo, con el otro ser humano. Compartir la misma emoción y la misma concepción del dolor.
En los últimos días, todos los medios se han hecho cadena para difundir una denuncia por presunto encubrimiento hecha al cardenal Rivera Carrera. Sin erigirme como juez ni entrar en la polémica, sí quiero mostrar que, tras los reiterados esfuerzos del Papa Francisco, siguiendo la línea de sus antecesores san Juan Pablo II y Benedicto XVI, para combatir en todos los niveles de la Iglesia el abuso sexual de menores, la Iglesia católica de México tiene un compromiso firme en contra de esta acción criminal.