Una sentencia a destiempo y un cadáver víctima del bullying. La historia ha conmovido a Estados Unidos. Y muestra cómo se resquebraja una sociedad educada para la violencia.
Phoebe Prince se suicidó a los quince años, colgándose de la escalera de su casa. No era gorda, ni negra ni hispana. Era una chiquilla irlandesa recién llegada a la preparatoria de South Hadley, Massachusetts. Apenas hacía tres meses. No era “rara”. Pero salió con el simpático (y estúpido) galán de la prepa. Su novia y sus amigas formaron el clan de “las chicas malas”. Se dedicaron a perseguir, acosar, difamar a Phoebe. Donde pasaba le gritaban “zorra”. Le pusieron el mote en todos lados, en las redes sociales, en el salón de clase… Nadie les paro el alto.
Menos aún cuando el galán se volvió a reconciliar con su chica y le entró con ahínco a molestar a la fuereña recién llegada. La emboscada en la biblioteca fue el punto final. No aguantó más. Ahora, Phoebe yace bajo tierra y las “chicas malas”, junto con el galancete, recibieron su castigo. Un castigo mínimo, es cierto, pero que sienta un precedente. Por vez primera en la Unión Americana el bullying estudiantil ha sido penado. Como siempre, tuvo que haber muertos de por medio. En este caso Phoebe Prince: prisionera de su falta de arraigo, de su extranjería y, probablemente, producto de una familia rota (acababa de llegar a Estados Unidos con su madre y su hermana).
El acoso estudiantil acaso habrá sido parte del “currículum íntimo” de todas las escuelas. Pero tenía un freno, generalmente. Ahora no. ¿Y cómo va a tenerlo si en las series de televisión, en las películas, en las redes sociales el papel del gallito de pelea, del molón de clases, del impertinente que se siente parido por Zeus, está establecido como sinónimo de éxito? Las mujeres también le han entrado a la sinrazón. Así lo muestran “las chicas malas” de la prepa de South Hadley, Massachusetts. Porque es sinrazón cebarse en contra de un “raro”, de un “extraño”, de alguien, hombre o mujer, que no cumple con los modos, modelos o paradigmas de la sociedad, impuestos por los medios.
Sean Mulveyhill (el galán preparatoriano) y Kayla Narey (la que inició, por despecho, la campaña de acoso en contra de Phoebe) fueron sentenciados a un año de libertad condicional y cien días de trabajo comunitario; los otros solamente realizarán trabajo comunitario. Aunque deberían ir a la cárcel. Una de ellas, simpatiquísima, escribió en “Facebook”: “misión cumplida”, al enterarse del suicidio de Phoebe…
Tuvo que haber cobertura mediática para que hubiera arrepentimiento. Y acción de la justicia. Claro: los medios se ocuparán al día siguiente de otra tragedia. Los acosadores cumplirán su leve sentencia. Y Phoebe se les borrará a todos de la memoria. Pero algo ha producido su suicidio: el que se prenda una llamita de alarma. Ojalá crezca hasta convertirse en incendio. Y eliminar el nefasto bullying no tanto del patio de recreo, sino de las prácticas “normales” auspiciadas por los medios para resolver conflictos.
Publicado en revista Siempre!