Las vallas, los muros, son señales inequívocas de miedo. De miedo al otro. La historia nos enseña que todas las barreras caen. Tarde o temprano, como el Muro de Berlín, la gente las echa abajo. Es imposible odiar por decreto al vecino todo el tiempo. El mazo que tumba la pared no viene de afuera. Viene de adentro.
Lo que ahora corresponde a México es entender una cuestión tan simple como ésta: que la valla de Trump (caso que no sea más que una simple bravuconada) la va a tirar la fuerza moral que sobre los Estados Unidos de (Norte) América ejerzan los estados unidos del resto del Continente. Es una oportunidad inmensa que sería miope, estúpido, desperdiciar.
Para construir la “Patria Grande” de la que habla el Papa Francisco, una Patria desde el Río Bravo hasta la Patagonia, nuestro país debe asumir, con humildad, su arrogancia con respecto a los países del Caribe, de Centro y Sudamérica. Dejar de acurrucarse en los faldones del Tío Sam y prestar mucho más atención a los valores espirituales que nos unen.
Sí, el comercio y el mercado importan. Pero no son la fuerza que derribaría el muro de Trump. Es otra fuerza: la de la América católica, la que exaltó Rubén Darío en su poema “A Roosevelt”. Tras reconocer que USA combina muy bien el culto a la fuerza con el culto al dinero, Darío advierte: “Se necesitaría, Roosevelt, ser Dios mismo, / el Riflero terrible y el fuerte Cazador, / para poder tenernos en vuestras férreas garras. // Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!”
Publicado en El Observador de la actualidad No. 1126