Muerto a la orilla de la playa de Turquía, como si durmiera boca abajo, Aylan Kurdi, de tres años de edad, es el símbolo de la estupidez del poder y de la guerra; de la ambición mezquina y de la ausencia del temor de Dios. Su cuerpecito mojado por las aguas del mar Egeo, todavía caliente del último abrazo de su madre, ahogada también en su huida del horror del EI, hace aterrizar en el atroz sentimiento de que es Jesús mismo al que vomitamos en la arena turca.
El Papa Francisco, taladrado de dolor, ha ordenado –sí, ordenado—que cada parroquia, cada monasterio, cada santuario de Europa acoja a una familia de refugiados procedentes de Siria o de Irak, que ahora se agolpan en Hungria, en Gracia, en Italia. Es la respuesta mínima que puede dar la Iglesia. Y el mundo habría de seguirle el ejemplo. De hecho ya lo está haciendo: Holanda y Alemania abren sus puertas. Pero Aylan está muerto. Su hermano de cinco años, también. Junto con su madre y miles de desplazados por la saña del Ejército Islámico. Y por la insensibilidad de Occidente.
¿Y los niñitos salvadoreños, guatemaltecos, hondureños que vienen en La Bestia? ¿Y los niñitos mexicanos a los que quiere encerrar el señor Trump? ¿Y nosotros, qué estamos haciendo con estos Aylan? El gobierno mexicano se ha convertido, este año, en el campeón de las deportaciones. Ya le gana al de Estados Unidos: que los Aylan de Centroamérica, que los de aquí que huyen del narco, se rasquen con sus uñas. ¡Qué vergüenza!
Gracias a Dios está el Papa Francisco. Un vendaval de esperanza cristiana en medio de la lóbrega oscuridad del corazón materialista de un mundo que naufraga.
Publicado en El Observador de la Actualidad