El único Justo

donjustolopezmelusLa vez primera que entró en mi oficina de El Observador fue como un huracán diciendo que pertenecía a una familia de cuatro sacerdotes, que el Papa los había recibido más veces que yo y que el Padre Prisci leyó uno de sus libros y le ayudó en sus homilías como ninguno otro.

Le dije que muy buenos días, que con quien tenía el gusto. Ahí comenzó una fecunda amistad y una gozosa colaboración entre el recientemente fallecido sacerdote español don Justo López Melús y el que escribe estas líneas. Publiqué durante años sus «Pinceladas» y le hice el prólogo de uno de sus libros, publicado en España. Fue siempre una relación de respeto. Nunca nos tuteamos, por más que le pedía que lo hiciera con mi mujer y conmigo. Era sacerdote. Y lo asumía a cabalidad.

En uno de sus aniversarios le hice un pésimo epigrama cuya única cualidad fue animarlo. Estaba cerca su marcha de México, su regreso a España y, él lo intuía, su despedida de este mundo. Así nos lo advirtió a Maité y a mí: si nos volvemos a ver será en el cielo.

A través de su sobrina supe algo de él. No tenía correo electrónico en Zaragoza, donde vivió los dos años finales. Tampoco teléfono. Era de los que se fían de la palabra, escrita o hablada, cara a cara. Por eso era tan socorrida su confesión.  Por eso los niños se quedaban en la mesa cuando iba a casa a cenar. Porque contaba historias, hacía bromas, acertijos, juegos de palabras, palíndromas y charadas. Se «ganaba»la cena, como seguramente se ganó el Cielo. El obispo emérito Don Mario De Gasperin decía que era «el único Justo de por aquí». Por uno salvó Dios la ciudad. Por un sacerdote como Don Justo se salvarán muchas almas. Son esos sacerdotes callados, cultos y amantes de su ministerio que hacen florecer la vida y el misterio de la fe en Cristo.

Publicado en El Observador de la Actualidad