El séptimo viaje pastoral que ha hecho Francisco a América fue impresionante. Primero, por los retos que tuvo que enfrentar: dos iglesias –la de Chile y la de Perú—duramente cuestionadas por casos de pederastia y abuso sexual y, segundo, por enfrentar la esperanza puesta en él de pueblos que han sufrido sinfín de desastres naturales, políticos y económicos.
Lejos de amilanarse, Francisco se ha ido a meter a Puerto Maldonado, en la Amazonía, para hablar con los pueblos originarios; se fue al barrio de Buenos Aires, en Trujillo, para abrazar a los miles de damnificados que el fenómeno del Niño Costero dejó en el norte de Perú; en Santiago habló con víctimas de abuso y con víctimas de Pinochet, en Iquique, bajó del papamóvil para atender a una carabinera que se cayó del caballo al paso de su comitiva…
Expurgando los temas por los que atraviesa América Latina, quizá el más grave de todos sea el de la corrupción. Francisco no dudó en confrontarse con esa “epidemia” que azota nuestra región. Para él, la corrupción es un “virus social”; un patología que infecta a los pueblos y a las democracias latinoamericanas y que se difunde como “una forma – muchas veces sutil – de degradación ambiental que contamina progresivamente todo el entramado vital”.
La corrupción es de los políticos y también es de los ciudadanos. Y el virus comienza a propagarse con el egoísmo de quitarle al otro lo que es de todos y hacerlo solo para mi. Ponernos de pie, hacer una América grande, comienza por la sencilla tarea de cuidar nuestra casa común, pensando en el bien de mis vecinos. “La degradación del ambiente –dijo el Papa- lamentablemente, no se puede separar de la degradación moral de nuestras comunidades”. Así de simple.
Publicado en El Observador de la actualidad