Las imágenes del ataque de los terroristas a la sala de conciertos Bataclan de París no dejan de darme vueltas en la cabeza. Pero hay una que me parece, al mismo tiempo, desgarradora y luminosa: la de una mujer embarazada, colgada de una ventana para escapar de los disparos, y la de un caballero (en toda la extensión de la palabra) que detiene su huida y la auxilia hasta dejarla a salvo.
Ambos ya se encontraron, ya se saludaron, ya hicieron de esta barbarie un himno a la defensa de la vida y a la elemental solidaridad humana. Contra el extremismo de los fanáticos, una flor de hombría y femineidad, de cariño por el no nacido y heroísmo para ayudar a otro a despecho de la propia seguridad. Contra eso jamás podrán los violentos. Es su derrota. La única derrota que podemos propinarles.
Esa y la oración. Qué importante resulta ahora que el mundo se haya unido en oración por París. He leído que los obtusos de siempre critican la oración. Dicen que el problema son las religiones. Que si no hubiera religiones, la gente no mataría como estos extremistas lo hicieron el pasado viernes 13. No comparto, ni de lejos, su postura. El problema no es Dios, sino la blasfemia de quienes se quieren hacer pasar por dioses, dueños de la verdad y de la muerte. El problema es el fantoche de una religiosidad vuelta ideología.
París es un reflejo de a dónde hemos llegado por hacer de Dios un colaborador de nuestros odios. Por sepultar al Dios verdadero y consignar de Él solamente el rumor estúpido de las balas. Los jóvenes abatidos por el demonio de la ira –como la mexicana Michelli Gil—deben hacer fecundar a través de su sangre una nueva civilización sin bombas, sin venganzas, sin el atrevimiento de estos indecentes que se inmolan para liquidar a un mayor número de personas.
Publicado en El Observador de la Actualidad