Una mañana de lunes, mientras hacía ejercicio mirando la televisión en el gimnasio del hotel donde pasaba las vacaciones con mi familia, me entró enorme desazón. Era CNN la que trasmitía. Comenzó con un largo reportaje sobre Iraq y la batalla por Mosul. Siguió con el asesinato de un joven negro en una ciudad llamada Ferguson, en el sur de Estados Unidos; siguió con el ataque de los rebeldes ucranianos a civiles y terminó con la situación de Liberia y el ébola. Más no vi. Apagué el monitor y terminé mi rutina.
Pero con el corazón deshecho. Ni una sola mención al viaje maravilloso del Papa Francisco a Corea y sus llamados a la paz. Nadie quiere ver eso, según CNN. Lo que necesitamos es nuestra porción diaria de desastres. Y sentir, de veras, que “el hombre es el lobo del hombre”.
Pensé para mis adentros que estamos llevando nuestro asuntos de violencia demasiado lejos, a una especie de callejón sin salida del cual solamente podría salvarnos la oración y el perdón. Justo lo que dice el Papa, pero que el mundo no oye. El efecto de las armas es atronador. También el de la pobreza.
Bien decía el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini: “Al llegar la televisión se acabó la era de la piedad”. La piedad no vende. Y a la televisión es lo único que le interesa. Ciertamente el ser humano se ha deshumanizado a grados de escándalo. Pero todavía queda una vela encendida. La vela del amor que nos enseñó Cristo.
Hay que saber que de esa lucecita vivimos, nos movemos y somos. Y propagarla aún en los actos más insignificantes del día. Debemos volver a la era de la piedad. Apagar el televisor y encender nuestra vida.
Publicado en El Observador de la Actualidad