Los mexicanos vivimos con el Jesús en la boca. Ya por el terrorismo vivido en Michoacán o por la venalidad vivida en Veracruz; ya por la inseguridad de las fronteras o por el “holocausto” de los migrantes centroamericanos, todo el tiempo estamos mirando de reojo los noticiarios, para saber a qué atenernos el día de mañana.
No agrega nada la pretendida reforma hacendaria. Lejos estoy de ser un especialista en el tema. Pero poseo el suficiente sentido común como para asegurar que atenta contra la precaria estabilidad de los mexicanos una aparente reforma (si llega a miscelánea démonos por bien servidos) que invita al recelo.
En la historia de la humanidad no ha habido país que se haya vuelto rico subiendo los impuestos. Éstos son necesarios, sí, cuando son justos, equitativos y graduales. Pero cuando a todas luces van a engrosar el “gasto corriente”, es decir, el pago de burócratas y de funcionarios públicos, los impuestos son onerosos, excluyentes e injustos.
¿Por qué no incentivar la redistribución de la riqueza mediante el impulso decisivo a los pequeños productores y a la formalidad de la economía subterránea? Seis de cada diez “empleos” en México son irregulares. Esa gran masa de personas que tiene que buscarse la vida al margen, haciendo malabares, sacando agua de las piedras, sería una fuerza enorme si el poder político y económico del país confiara en ella. Solamente la recuerdan cuando hay votaciones… Y la otra, la de los pequeños productores, microempresarios, gente buenísima que podría sacar adelante a México, pero que tiene que lidiar con un sistema impositivo que ni pichea ni batea ni dejar cachar.
En el fondo existe poco amor por la Patria. Sin ese “ingrediente”, nunca habrá una reforma valiosa, sino mera imposición autoritaria.
Publicado en El Observador de la Actualidad