El martes 29 de mayo, por la mañana, murió un ser humano excepcional, al que El Observador y mi familia le deben demasiado: el arzobispo emérito de San Luis Potosí, don Arturo Szymanski. Apenas el día anterior Maité y yo le pedimos, por teléfono, su bendición. Nos la dio. Y remató, como siempre: “Saludos a la tropa; cuídenla mucho”.
“La tropa” era la plantilla que trabaja en El Observador y nuestros tres hijos. Siempre los encomendaba. Siempre nos decía que fuéramos santos. Su preocupación, desde julio de 1995, cuando junto con don Mario de Gasperín, los obispos de Celaya y León (hoy también en la gloria de Dios), Maité y un servidor, echamos a andar esta aventura periodística, fue la misma: un periódico católico nacional. El pasado 5 de mayo, en su casa, tras la celebración de la Santa Misa, nos lo volvió a repetir. Se ha ido con ese encargo a la Casa del Padre. Nos toca a nosotros cumplirlo.
Tampiqueño, ex compañero de mi madre en la primaria, obispo desde que yo nací, son miles los recuerdos que me vienen a la memoria hoy que escribo, apresuradamente, estas líneas. Como era él, su muerte me tomó a dos horas del cierre de edición. No podía dejar de anunciarla. No podía despedirlo sin ocultar el grande ejemplo que a Maité y a mí, a nuestros hijos, a El Observador, deja. La santidad alegre es posible. Y en el cielo, seguramente, habrá alguien que pregunte –como preguntaban los obispos en sus reuniones—no “si va a venir Szymanski”, sino “si ya llegó”.
Don Arturo: vamos a seguir su imborrable enseñanza. Será nuestra hoja de ruta. Rece por nosotros y siga enterándose del mundo. Algún “pitazo” nos tiene que dar para hacerlo más grande. Tan grande como su amor y su servicio a la Iglesia.