La voz profética de don Ramón Castro, obispo de Cuernavaca, ha querido ser silenciada por el gobierno del Estado de Morelos, con todo género de artimañas. Bajo el esquema “miente, miente, que algo queda”, los dardos en contra de quien ha denunciado –a costa de su integridad—corrupción, impunidad y violencia, no cesan. Y las acusaciones. La última, la de querer robarse las limosnas de la fiesta del Nazareno en Tepalcingo, francamente ridícula.
Las autoridades políticas de Morelos han invocado el defectuoso y anfibio 130 constitucional, que prohíbe a los ministros de culto “meterse en política”. Y para ello toman cualquier declaración, marcha, aparición pública o desayuno del obispo Castro, como si fuera una violación a la ley. Ya hemos conocido lo que esto significa: amedrentar, arrinconar, acallar y, al final, nada. Usted disculpe…
Es momento que laicos y jerarquía conozcan a fondo este tema para que sepan entender de dónde vienen las calumnias a un obispo que se la está jugando por su pueblo. No necesita defensa pública (aunque el presbiterio de la diócesis de Cuernavaca lo ha hecho muy bien). Lo que necesita –como tantas obras de la Iglesia—es que la gente esté informada; que no le haga caso a las mentiras difundidas como verdades y que sepa cobijar, comprensivamente, a un sucesor de los apóstoles que marca el paso de la Iglesia “en salida”, como la quiere el Papa Francisco. Y como la debemos construir, ya, en México.
Publicado en El Observador de la actualidad No. 1133