Pero, ¿cómo llegamos hasta aquí?

Que un ciudadano tan limitado como el nuevo presidente de Estados Unidos tenga en vilo a México es señal de un desastre moral que no se construyó antier, sino que viene de hace un siglo, cuando en la Constitución se instituyó el dogma laicista: “Dios, si existe, no importa”.

En La Conciencia Religiosa en el Hombre Moderno, don Giussani recuerda que esta frase lleva consigo el imperativo que Dios no exista.  Es el laicismo que resulta de la pretensión de que el hombre se pertenece y se basta a sí mismo.  Que es él y su deseo el marco regulatorio de su vida.

Es verdad: no hemos sabido construir una identidad fuerte.  Andamos dispersos y violentos.  Sin definir qué proyecto de nación queremos ni cuáles son las herramientas (los valores) que nos distinguen.  ¿Laboriosidad, cortesía, bien común?  Todas esas y dos más: familia y vida.  Es decir, religiosidad.

Pero eso fue echado por los constituyentes del 17 a la basura.  Hoy vivimos las consecuencias cuando un presidente extranjero asusta a la manera del bravucón del patio de la escuela que quería robarnos el almuerzo.  Entonces, bastaba un grupo que se le pusiera al brinco.  Que defendiera al débil.  Que lo hiciera desde una perspectiva de conjunto.

Carecemos de esa perspectiva.  No porque no haya buenos ciudadanos, capaces de pararle los tacos a Trump.  Lo que no hay es conciencia colectiva entre gobierno y sociedad de actuar unidos defendiendo al débil.  Cada quien que se baste a sí mismo.  Ningún Dios por encima de nosotros… Y si Dios no tiene nada que ver con la vida, ése Dios es cuando menos inútil, si no es que dañino.  Nos lo quitaron.  Nos dijeron que era “el opio del pueblo”.  Y lo creímos.

Publicado en El Observador de la actualidad No. 1124