Al presidir el Papa Francisco la conmoración del cincuenta aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, lanzó una bomba al corazón de la “esquizofrenia del clericalismo”. Se puso él mismo al frente de la reforma que reclama la Iglesia al anunciar la “conversión del papado”, para dar más atención a las realidades de las iglesias locales y de los fieles. ¿Alguién pedía una señal de la vitalidad de la Iglesia católica?
Ya la renuncia del grande Benedicto XVI había dado el campanazo. El hombre “más poderoso del planeta” dejaba “el poder” para irse a rezar. El Espíritu Santo trabajó horas extras para iluminar al Colegio cardenalicio y darle a la Iglesia un coloso a la altura de la renuncia de Benedicto XVI. ¡Qué bien le salió la pieza de recambio!
Francisco, en esa humildad argentina (parecería broma); en esa inocencia jesuítica (otra más), en esa invencible valentía con la que desdeñó la seguridad y llamó, besó, arrulló a Sophie Cruz, la oaxaqueñita de Washington –y con ella a todos los migrantes mexicanos– ha conquistado a pulso ser la roca de la Iglesia… y del mundo.
En la Iglesia de Francisco –la de Jesús—“nadie puede ser elevado por encima de los otros”. Quiere una pirámide invertida: la base arriba y los que “mandan” abajo. ¿Por qué? ¿Se le cruzó algún cable? preguntarán los acomodaditos de siempre. Nada de eso: el único poder es la autoridad del servicio; “el único poder es el servicio a la cruz”.
La conversión del papado camina, está en marcha. Dicen los que saben de calidad total que la casa debe barrerse de arriba para abajo. Nos toca seguir a nosotros. A cada uno de nosotros. Nos toca ahora elegir entre la misericordia o el abismo.
Publicado en El Observador de la Actualidad