Quizá ya había reflexionado usted sobre la figura femenina de la Iglesia. La instituye Cristo en la cruz. Se la deja, in extremis, a san Juan Evangelista. Es su propia mamá. Dolorosa, pero enhiesta. Bajo la cruz, llorando el asesinato del Amor, pero humanísima, celebrando ya la libertad de los redimidos por su preciosa Sangre.
El Papa Francisco acaba de volver sobre este tema. La Iglesia –dijo—es mujer. Se le dice “la Iglesia”, no “el” Iglesia. ¿Se trata, solamente, de un artículo determinado femenino singular, contra uno igual pero masculino? Obviamente es algo mucho más de fondo: se trata de la adhesión a nuestra Madre.
Gaston Bachelard –un matemático y filósofo francés—hablaba mucho de los grandes sueños, de las figuras íntimas que la mayor parte de los seres humanos traemos en nuestra alma. Sin duda, una de ellas es la de nuestra mamá. Está ahí, en el rincón no de la memoria (ésa solamente alcanza para el 10 de mayo), sino de la honda constitución psíquica de nuestro ser. No es explicable. Tampoco justificable. Está presente, durante toda la vida.
Por eso Francisco explicaba en el avión que lo llevaba a Manila que si el doctor su amigo insultaba a su mamá, podía esperar un puñetazo por respuesta. Era la mamá biológica y la mamá espiritual. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre”, expresó, en los albores del cristianismo, San Cipriano de Cartago. Pero parece que hoy no existe ni la más remota conciencia de ello.
Así como el poeta brasileño Murilo Méndes quería –tras su conversión en 1934—“restaurar la poesía en Cristo”, también nosotros podríamos ejercer presión sobre nuestra fe para restaurar a la Iglesia en María. En la mujer.
Publicado en El Observador de la Actualidad