Ha sido una nota mundial: Lance Armstrong, el súper ciclista con siete títulos en la Tour de Francia le dijo a la periodista Oprah Winfrey lo que muchos ya sabían: que sus títulos eran producto del dopaje.
El «sí» o «no» de Winfrey lleva camino de convertirse en referencia universal. Armstrong ha respondido que sí a todas las preguntas de la periodista estadounidense. Y dijo algo muy importante: si él no hubiera tomado substancias prohibidas, jamás hubiera ganado la prueba reina del ciclismo.
O sea que, para subir a la cima deportiva, uno tiene que despojarse de la vida normal y tratar de engañar a las autoridades…, o de comprarlas. El tema de fondo es que el deporte ha dejado de ser competencia leal para convertirse en el gran negocio de las televisoras y de los anunciantes. Lance Armstrong reconoció que se había dopado: ¿cuántos otros lo hacen? Nos obliga a pensar que la mayoría de los ganadores se meten substancias prohibidas. Si no, no serían ganadores.
Armstrong sufrió un cáncer y ésa es la coartada para justificar el dopaje. Tras superarlo, creó una Fundación (Livestrong). Pero los patrocinadores no han tenido piedad. Luego de sus declaraciones a Oprah Winfrey, en un solo día, le retiraron 75 millones de dólares. Lo cual quiere decir que lo que les interesaba, verdaderamente, era figurar, no combatir el cáncer.
El deporte se ha convertido en una metáfora de la sociedad utilitarista. Lance Armstrong era el ideal de luchador hasta que demostró que era un ser humano avasallado por las marcas. Al demostrarlo, en la entrevista con Oprah, bajó al nivel de los mortales. Las marcas no podrán patrocinarlo más. Ha dejado de ser un mito para convertirse en un hombre de carne y hueso. Y a nadie, en el mercado publicitario, le incumbe auspiciar a un tipo normal.
«Me siento avergonzado, hundido. Son cosas muy feas», dijo Armstrong en la entrevista. Las pulseras amarillas contra el cáncer que fomentaba la Fundación Livestrong han quedado en el olvido. Antier eran grandiosas iniciativas; hoy son producto de un tipo embustero. 80 millones de pulseras que se portaban con orgullo, ahora, fruto del cerco mediático, son como portadoras de vergüenza.
Es el despiadado responso de la publicidad ante uno de sus hijos predilectos, que dejó de serlo por que reveló de lo que la mayoría de los mitos deportivos postmodernos están hechos: de tecnología y química, de engaño y medicina, de propaganda y perseverancia.
No es el único. Es, quizá, el más cínico. Pero nos ha dejado una herida. Tras él, no habrá triunfo que nos convenza. El torpedo dio en la línea de flotación. Los medios, creadores de este espectáculo, serán los primeros en consumir la carroña.
Publicado en El Observador de la Actualidad