Los mexicanos estamos desconectados y desencantados de lo que sucede entre los partidos políticos, las puyas de Moreira al PAN, el destape anticipadísimo de Peña Nieto, la lucha nada fraternal entre Marcelo Ebrard y AMLO, el circo de tres pistas que ha montado el PAN para sacar un candidato o candidata a la presidencia… Todo eso nos parecen fuegos fatuos cuando tenemos una situación de emergencia por inseguridad encima de nosotros, calando hasta los huesos de la Patria.
Analistas van y vienen con propuestas de quién es el mejor aspirante a la presidencia de la República. Unos dicen que debe haber continuidad porque la lucha contra el crimen del presidente Calderón era la lucha necesaria, que no se podía seguir escondiendo la mugre debajo de la alfombra. Otros nos vienen a corregir la plana diciendo que existe un nuevo PRI, en el que se unen experiencia y popularidad. Unos más apuntan a la política popular de López Obrador como salvación del país. Y hay quienes llaman la atención sobre el papel de Ebrard al frente del ayuntamiento capitalino, con toda su campaña por los «derechos sexuales» que ha sido —dicen— tan exitosa que, a la fecha, 63 mil mujeres han abortado con «toda seguridad» en el DF.
Hoy más que nunca, el verdadero candidato a la presidencia tiene que ser un personaje sin tacha, una especie de héroe o santo laico, capaz de enfrentar al mal desde la sabiduría que dona el Espíritu Santo a quien le sirve con humildad. ¿Dónde lo vamos a encontrar? Miro el panorama y no lo veo. No está presente quizá porque las «reglas» de la política en México exigen de los aspirantes a puestos de elección popular, entre otras cosas, el ser marrullero, tramposo, mentiroso, embaucador y buen hijo de la ideología. Hay pocas, maravillosas, excepciones. Pero no se dan en maceta. El criterio de elección será —una vez más— tapándonos las narices. Ojalá me equivoque. La desilusión cunde. Y atenaza el pensamiento.