Al-Qaeda golpeó las Torres Gemelas y el corazón de Estados Unidos; Wikileaks (la enciclopedia gratuita de las filtraciones) ha golpeado, con tanta fuerza como los aviones secuestrados a Nueva York y el Pentágono a la diplomacia estadounidense: la ha dejado al desnudo, con todas sus taras y sus fobias; también, con toda la mala leche de quien se ha autoerigido como el sheriff del planeta Tierra.
La mayor filtración de la historia —alrededor de 250 mil documentos o cables de embajadas al Departamento de Estado— ha hecho tambalearse al Imperio, mostrando, de paso, que con Internet se están acabando los monopolios de información y la opacidad, el secretismo y el control omnímodo del Gran Hermano, que todo lo ve, todo lo oye y todo lo quiere manipular a sus intereses. Cierto: los cables diplomáticos no son la postura del gobierno de Estados Unidos, pero sí que reflejan una práctica cotidiana de espionaje que no deja títere con cabeza.
Wikileaks fue creado en 2006 por el australiano Julian Assange. Su objetivo ha sido el poner a la mano de los ciudadanos de a pie filtraciones de información que consigue en base a un notable despliegue de tecnología y un absoluto anonimato de la fuente. Se trata de un sistema de “dropbox” o “caja electrónica” (como la de los videocentros) en la que el “garganta profunda” puede depositar informes que considere de interés público. Un comité de Wikileaks detalla su procedencia y su pertinencia. Y luego, las cuelga en la web, o las entrega, como es el caso de las filtraciones del Departamento de Estado, a las principales cabeceras del mundo, para que ellas (New York Times, Le Monde, El País…) las desmenucen.
Sin embargo, ¿es válido lo que hizo el equipo de Julian Assange con los papeles del Departamento de Estado de Estados Unidos? ¿Hasta dónde llega la libertad de publicación o de expresión y hasta dónde el ansia de notoriedad? ¿No se están arriesgando cientos de miles de vidas humanas con una revelación de esta naturaleza? Sí es válido y no es válido. Sí lo es, porque los gobiernos en general (y el de Estados Unidos en particular) han basado su hegemonía sobre la sociedad en función de ser turbios hasta decir basta. No lo es, porque están metiendo en un berenjenal a muchas personas inocentes, que pueden ser víctimas de confrontaciones entre gobiernos por haber hecho públicos dichos privados, que no siempre han de ser genuinos.
Hemos visto la punta del iceberg. Vienen nuevas filtraciones y nuevas amenazas al precario equilibrio mundial. Estamos en otra era: la era de Internet. ¿Qué sigue?