Lo digo con todas sus letras (enójese quien se enoje): ya estoy harto de tanta testarudez y cháchara en contra del Papa Francisco. Que si es de izquierda, peronista, marxista, socialista, masón, rojo, desquiciado; que si atenta contra la historia de la Iglesia, le abre la puerta a los homosexuales, a las lesbianas, a los transexuales, a la Eucaristía para los divorciados vueltos a casar por lo civil, a la Iglesia de China, a los dictadores populistas, a Cuba, a Maduro, a los pecadores, a los jóvenes contestatarios (el arzobispo de Filadelfia quería que cancelara el Sínodo de la Juventud que empezó ya en el Vaticano), etcétera.
Lo que estos críticos del Papa no le perdonan es lo que no le perdonaron a san Juan XXIII, al (todavía beato, dentro de dos semanas santo) Pablo VI, al venerable Juan Pablo I, a san Juan Pablo II y al Papa emérito Benedicto XVI (de quien no les gustó su renuncia): que hayan ocupado el timón de la barca de Pedro cuando tendrían que haber sido ellos (los buenazos, los inmaculados, los sabios y los dizque santos) quienes deberían haberla piloteado. Les molesta la infalibilidad (en materia de fe y moral) del Papa, porque empaña su propia infalibilidad.
Estos plumíferos agazapados pertenecen a la estirpe de los pájaros aquellos que cantan aquí, pero tienen su nido en otra parte. Han hecho un daño enorme a la Iglesia. La han hecho increíble, cuando la labor del Papa Francisco (y de sus antecesores, con el Concilio Vaticano II en su concepción, despliegue y mandato), la están haciendo creíble. Que yo sepa, absolutamente nadie les pidió que defendieran la ortodoxia en lugar de aquellos a quienes sí designó el Espíritu Santo para hacerlo. ¿O tampoco creen en eso?
Publicado en la edición impresa de El Observador del 7 de octubre de 2018 No.1213