Con su acostumbrado taladro contra la mundanidad cristiana, el Papa Francisco instituyó este 33º Domingo del tiempo ordinario la Jornada Mundial de los Pobres. Su mensaje comienza (sin la menor señal de anestesia) citando una frase del discípulo amado: «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn 3,18).
El refranero popular, tan lleno de sabiduría, recogió el consejo y lo solventó subrayando que “obras son amores y no buenas razones”. Somos especialistas en darle la vuelta a este imperativo. Yo el primero. Gustamos a profundidad de las bonitas sentencias que en nada cambian el hambre, la sed, el abandono, la desnudez, la soledad o el “descarte”. Es más, profundizan la tristeza, volviéndose dardos encajados en el corazón del pobre. “Que bien habla, pero qué poco actúa”, me dicen sus ojos.
Francisco no se cansa de reprocharnos las “palabras vacías” presentes, muy a menudo, en nuestros labios. Tampoco, de mostrarnos, en una coherencia irreductible, que el puro discurso de la pobreza no hace mella en “los hechos concretos con los que tenemos que enfrentarnos”. Recalca el Pontífice: “El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres”.
Pretextos nos sobran para no dar-dándonos: no me sobra, apenas llego, cuando esté acomodado, cuando me jubile, mis hijos se casen, pague mis deudas, respire un poquito arriba del agua… Todos son válidos… para nosotros. Ninguno para Jesús. Ni para su Vicario, el jesuita de la intolerable congruencia (para muchos “señoritos satisfechos” entre los cuales voy yo al principio). Por lo pronto, el domingo invitó a comer con él a 1,500 necesitados. No duden que les servirá el plato, sonriente, agradecido.
Publicado en El Observador de la actualidad