De alguna u otra forma, todos hemos sentido el llamado a las misiones. Cuando pequeños, escuchábamos hablar de las tribus nómadas del desierto, o del oriente extremo, donde los jesuitas (ahora retratados en la película Silencio) daban su vida por convertir al Japón…
Desde luego, se trataba de una imagen romántica de la misión, de las misiones y de los misioneros. Nada más acercarnos a la realidad, a las orillas de nuestro pueblo, caíamos en cuenta que el sentido era otro. Porque ser misionero –serlo en serio– es asumir una de las formas más profundas del cristianismo: la gratitud.
Gratis recibimos la fe, gratis hay que darla. Eso no quiere decir que el misionero tenga que ser, forzosamente, mártir. Bastante martirio hay en ir en contra de la corriente. Y es que la corriente del mundo moderno consiste en no dar nada sin recibir algo a cambio. La sonrisa de Dios es poca cosa para una sociedad que ha mercantilizado casi todo; hasta el amor al prójimo.
En su libro La Gratitud (Editorial Milenio, 2014), Fransesc Torralba escribe: “Cifrar la felicidad en el consumo y la acumulación individualista de bienes, es un camino que conduce directamente al naufragio emocional de la persona, algo que muy a menudo solo se comprende tras sufrir los estragos de una filosofía de vida así”. El problema estriba en que tal “filosofía” (compra lo que no necesitas con el dinero que no tienes), acaba en la desesperación.
La misión en las “periferias existenciales” (a la que llama el Papa Francisco) no es ir a Angola, sino salir de casa, encontrar al vecino, al hermano en problemas, sumido en la depresión, quizá víctima de adicciones; hablarle de Jesús. La misión del misionero es, hermosamente, ser testigo de la caridad.
Publicado en El Observador de la actualidad