Compensar la ofensa

Ni soy teólogo ni aprendiz de teólogo.  Dejó a otros la explicación del pecado.  Soy periodista y pecador.  Quizá como usted, que es… y pecador/a.  Y me mueve la sospecha, no, la certeza de que me he quedado con una parte de la confesión bastante acomodaticia.

Voy al confesionario –mientras más pretextos y justificaciones tenga para aplazar la visita, mejor— a descargar mi culpa.  A veces es grande, a veces es fingida, a veces (muy pocas) es un sentimiento que me taladra el alma (pero no deja de ser un sentimiento)

Digo los pecados que me conviene decir.  Exijo una absolución general, casi para toda la eternidad y por todas las causas posibles de pecar.  Oigo la penitencia (más bien bonachona, porque busqué al sacerdote de mis complacencias) y asunto arreglado: aquí paz y después gloria…

Pero se me ha pasado una sencilla cuestión.  Aunque arrepentido y con un “propósito de enmienda” fortísimo, muy pocas veces tengo en cuenta (prácticamente nunca) que debo reparar el daño o, más bien, compensar el mal que he hecho.

¿Qué es esto? Que –como dice monseñor Fulton J. Sheen– además de ser perdonados por el sacerdote en nombre de Dios , “hay que hacer alguna reparación por la ofensa realizada”.  Este es el tema esencial del cristiano: que no vive en la fórmula burocrática sino en el fondo del corazón de Jesús.

Cada uno sabrá cómo reparar esa ofensa.  Y al hacerlo, caerá en cuenta de lo feo que es el pecado, de lo duro que es ofender a alguien con la lengua, con el desprecio, con la violencia o con la indiferencia.  Del verdadero mal que se hace ofendiendo a Dios en su creación magnífica o en sus maravillosas criaturas.  Compensar es, simplemente, agradecer.

Publicado en El Observador de la actualidad