Cada vez que el Papa Francisco visita una cárcel se dirige a sí mismo esta pregunta: “¿Por qué el/ella están ahí, tras las rejas, privados de su libertad, y no yo?” Es una pregunta que nos interpela. Como tantas otras que hace Francisco en cada uno de sus encuentros con los fieles.
No es un Papa “cómodo”, a Dios gracias. Con precisión de cirujano lanza dardos al corazón mismo de nuestra fe blandengue, de nuestra ciudadanía “prudente”. Desafía a pensar con el corazón y desde la misericordia.
En el caso de los reos, la mayor parte de nosotros, cuando imaginamos su situación (si es que algún día nos da la gana hacerlo), aliviamos el peso que nos podría provocar la mera visión de su cautiverio diciendo algo así como “se lo merecen; ellos violaron un derecho, ahora no tienen derecho a exigir nada”.
No me voy a meter en ese tema, propio de abogados. Lo que me dictan la pregunta del Papa y mi conciencia cristiana es que tengo que amarlos de alguna forma. Es una de las obras de caridad que Cristo mismo nos dejó. Cierto: es muy difícil ir a un penal a ver a un preso. Pero puedo hacer mucho en su favor. Comenzando por participar o apoyar a las organizaciones que promueven su reinserción social, a la pastoral penitenciaria de la Iglesia católica, a los que se preocupan por construir capillas en las prisiones, a quienes les llevan el Evangelio, el alimento del alma (que no suele estar presente en los reglamentos de las cárceles)…
De lo que se trata es de no sacudirnos la responsabilidad caritativa de visitarlos pensando “yo no soy como él/ella, porque soy bueno y el/ella son malos”. ¿Quién soy yo para juzgar?
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Los testimonios de los hermanos y hermanas en la cárcel son conmovedores. Lo reciben con alegría y lo leen como compañía: la compañía del periodismo católico.
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