Elogio de la lectura

Leer y leer bien nos hace dueños de nosotros mismos.  Lejos de creer que nos puede pasar lo de don Quijote, que según Cervantes enfermó del mucho leer y del poco dormir, lo que puede llegar a fomentarnos la lectura es el buen lenguaje.  La capacidad de decir lo que pasa nos dice lo que somos.  Y de construir los grandes principios, las virtudes que nos colocan en seguida en la línea de la ciudadanía.  ¿Leer lo que me da la gana?  Sería tanto como decir que una buena alimentación consiste en comer solamente pasteles. 

No.  Leer aquello que me provoca al bien, que me invita a imaginar la trascendencia por medio de la belleza, que amplía mi mundo.  Porque hay que recordar el famoso aforismo de Ludwig Wittgenstein: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» (Tractatus: § 5.6).  Un lenguaje enano, depredado, como el de los conductores de programas de la farándula, hace un mundo enano, limitado, pequeñísimo.

Leer –decía don Pedro Laín Entralgo—nos hace ser nosotros mismos, nos hace ser de otra forma; nos hace ser más.  El fomento a la lectura no es un acto cosmético: es parte fundamental de la sociedad que hemos construido.  Porque el que lee, penetra en su propia historia.  Y el que conoce su propia historia, difícilmente es manipulado por la industria del espectáculo o por las mentiras de la vacuidad.  Mucho menos por las mentiras de la política