El día de San José de 2013 comenzó el papado de Francisco. Hace tres años. El tiempo pasa rápido. Y más con un modo de ser como el del jesuita argentino quien les dijo a los cardenales que lo eligieron, justamente cuando se revestía de blanco por vez primera: “Espero que sepan lo que están haciendo”.
Quizá ellos no lo tenían tan claro. Pero el Espíritu Santo sí que lo tenía claro. El terreno preparado por la insólita renuncia de Benedicto XVI catapultó a Bergoglio a ocupar su lugar como vicario de Cristo en la Tierra. Todo con un toque magistral que solamente la fe pudo captar. Pero que hoy se refleja en la profunda reforma que está pasando en la Iglesia católica guiada por Francisco.
No es un Papa autoritario. De mano poderosa. Su firmeza está donde debe: en el testimonio. Un Papa de signos: con sus solos zapatos ha convencido a muchos más que los que podría haber convencido un sutil y hermoso discurso. Francisco nos ha ido abriendo un enorme camino hacia el corazón del cristianismo por medio de la caridad vivida a tope.
Dijo que Dios le había dotado de una adecuada dosis de “inconciencia”. Bendita “inconciencia”: le ha hecho dar pasos que sacan de quicio a los que vivimos en zona de confort. La Iglesia, dice, no necesita “príncipes”. Ni en la jerarquía ni entre los laicos. Necesita humildad: pasión que solamente quien cree agrega a sus actos.
Publicado en la versión impresa de El Observador de la actualidad