Si usted es de los que piensan que para ser santo hay que obtener licencia del cielo, esforzarse un poquitín en aborrecer la comida sustanciosa y hacer milagros, la verdad es que no tiene ni idea de la santidad. Mucho menos de la santidad “en tiempos del Papa Francisco”.
Durante su visita a Estados Unidos, el próximo mes de septiembre, el Papa va a santificar a Miguel Josep Serra y Ferrer (Fray Junípero Serra) no por su capacidad de construir bellas misiones, levantar templos, aprender lenguas nativas, enseñar a los nativos de la Sierra Gorda o de la Alta California a sembrar o a tocar el órgano, sino por ser reflejo del amor de Cristo en la alegría de evangelizar.
Es una decisión muy personal de Francisco: “canonizar a aquellos que hicieron una gran labor de evangelización y que recogen el espíritu evangelizador de (su exhortación apostólica) Evangelii Gaudium”. Y, créame, amable lector, esa labor no requiere ni recados celestiales ni comer un bolillo por semana, ni flagelarse con un látigo de siete cuerdas. Es hacer lo de Fray Junípero: ir a dónde nadie nos llamó; incomodar con la contracorriente del Evangelio, dar razones de la fe y –lo más importante—hacer que esa fe que profesamos con los labios se note en el amor de nuestras acciones. Amor por el otro, se entiende.
Muchos vaticanólogos echan cábalas sobre la suerte de Francisco en su próximo viaje a Estados Unidos. Se llenan la boca con la palabra “fracaso”. Pobrecillos: ignoran que el Papa no es un rockstar, preocupado pos su popularidad. Es un siervo de los siervos de Dios que enseña que nadie puede evangelizar con cara de funeral ni con olor a vinagrillo.
Publicado en El Observador de la Actualidad