Una pequeña confidencia: el pasado 5 de mayo mi mujer, Maité, y un servidor cumplimos 31 años de matrimonio. Una bendición inmerecida –por parte de quien esto escribe—pero recibida con agradecimiento a Dios. Un agradecer que es responsabilidad ineludible: nuestra vocación en el matrimonio es una y solo una: la santidad.
En la película de San Felipe Neri que hizo la RAI, uno de los discípulos del santo de la sonrisa (el que “prefería el paraíso” a, por ejemplo, ser nombrado cardenal) le pregunta: “¿Por qué es tan difícil seguir el Evangelio?” La respuesta de Felipe es demoledora: “Porque es simple…”.
La santidad es simple, es sencilla, no se engríe, todo lo comprende, todo lo perdona. Es la santidad del amor (y no esa cosa melcochosa con la que la confundimos mañosamente) la que mueve al mundo, al universo y a las estrellas. Lo recordaba el Papa hace unos días, al celebrar el 750 aniversario del nacimiento de Dante Alighieri, autor de esa frase portentosa.
Y en medio de todo este entramado de gracia se encuentra la majestad sencillísima de María, de nuestra madre del cielo, cuyo reflejo (sin duda) está puesto en nuestra madre de la tierra. Mi hija Mayte, una amiga suya, las amigas de las Siervas de la Pasión y estas monjitas extraordinarias (¿por qué vemos tan poco el genio femenino de las monjas?) hicieron una campaña para este 10 de mayo. Quieren colectar recursos para una casa con mamás y bebés en riesgo. Dan gracias a las mamás por múltiples razones, pero por una en especial: “por enseñarnos a imitar a la Sagrada Familia”. Que la familia es sagrada nos lo enseñó nuestra mamá. Y lo cuenta, en silencio, María. ¡Qué fortuna es la fe católica!
Publicado en El Observador de la Actualidad