Falleció el 2 de abril de 2005 a las 21:37 (la noche previa al Domingo de la Divina Misericordia, festividad que él mismo había propuesto). El llanto universal “creció en diluvio”. Dejaba en la orfandad espiritual a millones de seres humanos. Católicos o no. Fue magno en su vida y en su muerte.
¿Sus últimas palabras? Algunos periódicos publicaron que su última palabra fue “Amén”; sin embargo el Vaticano desmintió esta versión y afirmó que las últimas palabras fueron en polaco: Pozwólcie mi i?? do domu Ojca (Déjenme ir a la casa de mi Padre).
Una septicemia y un colapso cardiopulmonar irreversible, agravado por su enfermedad de Parkinson, lo llevaron a su Hogar verdadero. Tenía 84 años y 11 meses. En la agonía, le dictó a su secretario, Stanis?aw Dziwisz (hoy arzobispo de Cracovia), una carta en la que decía: “Soy feliz, séanlo también ustedes. No quiero lágrimas. Recemos juntos con satisfacción. En la Virgen confío todo felizmente”.
Por su parte el portavoz del Papa, Joaquín Navarro-Valls dijo que poco más de una hora antes de morir el pontífice dedicó unas palabras a la multitud reunida en la Plaza de San Pedro –a la que escuchaba rezar contrita: “Yo los he buscado y ahora ellos vienen a buscarme, les doy las gracias”. Y los bendijo con mano exangüe, con las últimas fuerzas de un corazón de león.
Hace una década. Parecería ayer. La luz que se apagó en los departamentos papales; la gente rezando; el funeral, las filas interminables para contemplar su cuerpo; el ataúd con las escrituras mecidas por el viento primaveral; el futuro Papa Benedicto IV pidiendo su bendición… Qué regalo de Dios haberlo tenido desde octubre de 1978. Ahora toca recoger su enseñanza: todo tuyo, María, no tengo miedo.
Publicado en El Observador de la Actualidad