En épocas de oscuridad, como la nuestra, tenemos todo el derecho a conservar la poca luz que nos sobra. Cada vez que voy al Seminario y me encuentro con sus estudiantes, sean casi niños o ya mayores, me viene esta reflexión: ahí está la savia que salva.
Recuerdo muy bien que en las visitas de los obispos a Benedicto XVI, él siempre les preguntaba por la situación que guardaban sus seminarios. Para el actual Papa Emérito era fundamental saber cómo respiraba una diócesis. La metáfora de los pulmones de una diócesis –los seminarios— creo que venía de san Juan Pablo II. Y Francisco ha machacado una y otra vez el tema: ahí es donde se cuece el pan de la Palabra. Y donde halla futuro la Iglesia católica.
Quitar las amenazas que hoy sobrevuelan los seminarios no es tarea fácil para los obispos. Pero la responsabilidad no solamente recae en ellos. También recae en nosotros. Si en el siglo XVIII, por ejemplo, la formación religiosa era una «profesión» cuando el varón no se dedicaba a las armas, en el XXI es un relámpago entre dos tinieblas. Un llamado apenas perceptible en medio del ruido y el vocerío.
Hay, pues, que cuidar ese tesoro. Y el oro de los seminaristas. Sin ellos no habrá mañana.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 4 de noviembre de 2018 No.1217