«Tía Mar»

La madrugada del domingo 3 de abril, cuando en el Evangelio recordamos el paso de las tinieblas a la luz por la curación del ciego de nacimiento, se mudó a vivir, de su casa de 16 de Septiembre, en el centro histórico de Querétaro, a la Casa del Padre (domiciliada en ese vasto campo de gozo que llamamos cielo), la señorita Margarita Urquiza Septién, la «tía Mar», referente moral obligatorio de una enorme familia católica y queretana.

Me cupo el honor de haber platicado con ella, a solas, una noche antes de la de su muerte.  Fue un instante de transfiguración.  No tanto por lo que hablamos, sino por lo que flotaba en el ambiente.  Mi esposa estaba en el templo de la Congregación, a 20 pasos del cuarto donde pasaba «Tía Mar» sus horas postreras.  La noche de primavera esparcía su perfumado aroma de viernes primero.  El rezo del Rosario, las campanadas llamando a Misa.  La gente paseando en el centro.  El balcón abierto de par en par.  Ruidos del crepúsculo de la provincia.

Un tema le preocupaba (y le preocupó siempre): la pérdida de los valores de la fe.  Ella era una grande defensora de la tradición, de la bella tradición católica en la que México construyó su alma y de la que hoy abjura.  Me asaltó la idea de que con «Tía Mar» se extinguía, también, una parte fundamental de mi Patria.  La que nos viene de las raíces de nuestro ser nacional.  La que nació con «la vecina» de nuestra tía: la Virgen de Guadalupe (ella podía escuchar, casi, la vida íntima de la Congregación, segundo santuario guadalupano de México).

Su padre, don Manuel Urquiza, abuelo de Maité mi esposa, había escrito (con aprobación papal) las dos jaculatorias más famosas del siglo XX: «Sagrado Corazón de Jesús, perdónanos y sé nuestro Rey»; «Santa María de Guadalupe, Reina de México, ruega por tu nación».  Hablamos de ellas.  De la urgente tarea de repetirlas al final de la Misa, en todos los templos de la Patria; de integrarlas en la vida de los fieles.  Un deseo grande, como su corazón.  Nos dejó esa encomienda.  Y se fue como se van al cielo los buenos cristianos, con la satisfacción de haber corrido bien la carrera y de esperar el justo premio de la vida eterna.