Quiero ver en la figura de este joven mexicano al tipo de católico sin remilgos que todos podríamos ser. Se persigna, le juega de tú a tú al CR7, no se arredra cuando éste lo humilla o cuando Carlo Ancelotti lo deja en la banca sin voltear a verlo. Él trabaja, no deja un segundo de trabajar. Está preparado para cuando el técnico del Real Madrid deje de mascar chicle un segundo, mire a su elenco de recambio y se percate que ahí está y que está para jugar y dar gloria a Dios.
La prensa española le pregunta sobre dónde va a querer fichar ahora que su carta se ha revalorado. La respuesta es antológica: “Donde Dios quiera”. Los deja a todos con un palmo de narices. Porque piensan que en “el juego del hombre” (Ángel Fernández así bautizó al futbol) lo único que importa es el dinero. En el partido contra el Celta del domingo pasado, un aficionado sacó a relucir el cartel: “Chicharito: el orgullo de Guanatos”. De Guadalajara, pues. Que ahí nació. Nieto de futbolista; hijo de futbolista. Su abuela lo enseñó a rezar. Sus figuras masculinas a jugar bien. Las femeninas a hacer el bien.
En el vestuario del Madrid, plagado de estrellas de otras galaxias, todos lo quieren. Se hace querer. Ayuda. Pide disculpas cuando la riega. Es consciente de sus limitaciones. Pero, también, es consciente de su capacidad y de su movilidad. De su olfato, fruto del trabajo y del empeño. No voy a caer en el patrioterismo ni a identificar nuestro destino con el del Tri. Esas son tonterías. Quiero, más bien, especular que, en estos tiempos oscuros, el Chicharito es una muestra de que lo mexicano y lo católico suman. Y no nada más goles.
Publicado en El Observador de la Actualidad