El viaje del Papa a Nápoles, la semana pasada, tuvo una anécdota curiosa. Una divertida ocurrencia de un rotundo italiano, Enzo Cacialli, propietario del restaurante Don Ernesto, quien la entregó personalmente al Pontífice una deliciosa pizza cuando este pasaba por el frente marítimo, durante la visita apostólica de un día que realizaba a la ciudad.
El Papa había dicho en entrevista con Televisa que lo que echaba de menos era “callejear” por Roma y sentarse en una terraza a tomarse una pizza. Eso fue todo para Enzo, cuyo padre ya le había dado de comer este platillo de origen napolitano nada menos que al ex presidente estadounidense Bill Clinton. ¿Cómo enviarle una pizza al Vaticano? No, pensó Enzo, mejor se la damos al paso del Papa-móvil. Dicho y hecho. El coche al descubierto del Papa se detuvo, Francisco tomó la pizza y, seguramente, le pidió a su única escolta que se la guardara para comerla más tarde.
La cuestión de fondo está en que el Pontífice nos está poniendo un ejemplo maravilloso: en un mundo donde todos desconfiamos de todos (más aún si tenemos un poquitín de poder), Francisco se acoge a la Providencia, renuncia a la seguridad (cuando hay una amenaza consistente del radicalismo islámico en su contra), bebe el mate que le pasan los argentinos o los uruguayos en sus recorridos por San Pedro –ni siquiera limpia el popote—y toma un trozo de pizza que le de don Enzo Caicalli frente a la playa del mar Mediterráneo.
Publicado en El Observador de la Actualidad