Todo ser humano se encuentra solo ante la inmensidad de la existencia. Sostenida por un soplo que no se entiende pero se siente, la mirada se aviva ante el infinito, ante el misterio de los orígenes. Joseph Ratzinger es un hombre ante su debilidad, Benedicto XVI un Papa ante su misión; las razones sobran cuando se ama.
La vida pasa de forma vertiginosa entre los estudios, las obligaciones, las promesas cumplidas e incumplidas, el silencio y el ruido, la noche y el día; nada detiene el tiempo, nada nos permite desandar el camino recorrido. Sin embargo, hay ciertos gestos que realiza el ser humano que abren un espacio donde el tiempo no corre, donde el tiempo se detiene a contemplar; son los gestos que trascienden el momento, los que en su sencillez abren un camino nuevo. No son constantes, ni recurrentes, pero nos interpelan en lo más profundo; la anatomía de un gesto de renuncia es tan perfecta que solo se entiende en la intimidad del silencio.
El gesto de Joseph Ratzinger al renunciar a ser Benedicto XVI, Obispo de Roma y Vicario de Cristo en la Tierra, es tan humilde que convierte los palacios del Vaticano en un humilde establo que regresa al cristianismo a su origen sencillo de pesebre. Es un gesto que descubre al mundo que lo importante es saber renunciar; no huir, no perdurar… mirar de frente al destino y aceptarlo.
El gesto dura un instante, entre la neblina de la irrealidad que lo rodea. La respiración se detiene, la habitación se cubre de un silencio absoluto, las miradas atónitas buscan una respuesta lógica en terrenos donde la lógica ya no es útil… el tiempo se detiene a contemplar. Algo grande acaba de pasar. Un instante después el gesto pasa, la vorágine comienza. La lógica, en su soberbia, comienza a interpretar; sin éxito y con desgana le da paso a su hermana menor, la especulación, para que intente dotar de coherencia lo que carece de coherencia. Comienza el circo, y tristemente, encandilados por las piruetas de la engañosa especulación, nos olvidamos del gesto, de su perfección, de su lección.
La misión de un buen católico, ante este gesto de renuncia tan humilde, es olvidarse del ruido irritante que produce el circo de la especulación, y en silencio desentrañar el sentido que tiene para nuestras vidas. Como el tiempo, detenernos a contemplar y recordar que las razones sobran cuando se ama.
Por Francisco Septién Urquiza (Invitado especial)
Publicado en El Observador de la Actualidad