Un Papa futbolero

Benedicto XVI confiesa en sus memorias que nunca fue bueno para el deporte.  Es más, los torneos en su escuela le causaban temor.  A diferencia de Juan Pablo II, que fue portero en el equipo de su pueblo (a veces reforzaba al de los judíos), y cuentan sus contemporáneos que era bastante bueno.

Sin embargo, Joseph Ratzinger sí que ha reflexionado sobre el fenómeno del balón.  Lejos de subirse a la torre de marfil del intelectual, el Santo Padre reconoce que existe una fascinación por el futbol que nadie puede ocultar.  Una fascinación que viene de dos vertientes: la obligación de la disciplina (que se ve en el rendimiento físico de todos los jugadores) y el juego de conjunto, es decir, entregar lo mejor de uno en función del bien de todos (cosa que Cristiano Ronaldo, por ejemplo, no entendió en este Mundial: creyendo que él solo era todo Portugal).

«Naturalmente —decía Ratzinger—, todo esto puede pervertirse por un espíritu comercial que somete todo eso a la sombría seriedad del dinero, y el juego deja de ser tal para transformarse en una industria que suscita un mundo de apariencia de dimensiones horrorosas».  Afortunadamente, piensa el Papa (y con él los verdaderos aficionados al futbol), ni siquiera esta avalancha brutal de anuncios, promociones, tonterías y baratijas que rodean al Mundial que hoy llega a su definición, anula «la base positiva que subyace en el juego: el ejercicio preparatorio para la vida y la trascendencia de la vida hacia el paraíso perdido».

¡Qué hermosa conclusión!  ¡Qué bien se contempla la totalidad del universo cuando la razón y la fe se juntan!  El Papa lo entiende —como debemos entenderlo nosotros—que el gran juego es la disciplina de la libertad, aquella en que nos vinculamos a la regla, a la comunidad, al enfrentamiento y al valernos por nosotros mismos. 

El juego es la vida.  Y la vida es el juego.  Diferente al futbol, pero con reglas similares de obediencia, espíritu de trabajo en comunidad, abnegación y un cierto virtuosismo que viene del estudio, del orden y del silencio en torno al «yo».