Lo que sucedió en Asís hace un par de semanas fue grandioso. Líderes de todas las religiones convocados por la Iglesia católica unidos, orando por la paz. Un espectáculo de cercanía humana. Los políticos deberían aprender.
Dos “modelos” de violencia describió el Papa Benedicto XVI: el terrorismo y la ausencia de Dios. El primero es hijo del odio. El segundo, de la indiferencia. Hoy se considera muy simpático prescindir de Dios. Mofarse de quienes tienen fe en Él. “Pero el ‘no’ a Dios ha producido crueldad y una violencia sin medida, que ha sido posible sólo porque el hombre no reconocía ya ninguna norma y ningún juez por encima de sí y se tomaba como norma sólo a sí mismo”, dijo el Papa en la ciudad natal de San Francisco, símbolo del ideal católico de hombre de paz.
No está hablando Benedicto XVI del pasado. Es presente puro. El hombre se ha hecho la medida de todas las cosas, rebajando al mínimo sus pretensiones, sus horizontes, su apertura a los demás. He repetido hasta el hartazgo la frase de Dostoievski:”si Dios no existe, todo está permitido”. No importa. La repito. Porque si yo soy mi propia medida ética, moral, espiritual, amorosa, humana, qué pequeña va a ser esa medida. En cambio, si es Dios…
“La ausencia de Dios –advirtió el Sumo Pontífice– lleva a la decadencia del hombre y del humanismo”. Lo curioso es que el humanismo ateo trata de vendernos la idea de que sin Dios es como el ser humano progresa. El Papa sabe mucho más que esa pandilla de pensadores que aborrecen a Dios, al propio Santo Padre, a la Iglesia católica y a todas las demás confesiones religiosas. Y lo que dice es absolutamente certero: que el humanismo ateo es decadente, como lo es todo aquello que se estaciona en lo puramente carnal.
Sin embargo, y esto es lo grandioso de Benedicto XVI, los ateos no son condenables. No es que atenten contra Dios, es que sufren porque no lo encuentran. La misión de la Iglesia es darles la paz y el perdón: darles a Aquél a quien buscan sin saberlo siquiera.