La oferta de la televisión se ha diversificado de tal manera que ya no existe la estructura que funcionó durante media centena de años en México, estructura según la cual había “horarios”. La carta o menú de servicios a la demanda ha crecido. Con el acceso a la televisión digital, la vieja ocupación de los programadores se ha trasladado al usuario. Ya no habrá más juntas con Gobernación, ni presiones de los anunciantes. En el futuro (no tan lejano) los programadores estarán en casa.
No veo cómo este traslado vaya a resultar positivo. Se ha desmadejado el poco control que se tenía sobre las televisoras de acuerdo a los horarios de los diferentes miembros de la familia. Cierto es que esos controles funcionaron bien poco. Pero era una presencia del Estado en la protección de los televidentes, sobre todo de los más menudos. Hoy todo eso empieza a ser pasado. La relación de libre oferta, sin restricciones, está en el control a distancia y en la capacidad económica de contratar los servicios a la demanda. Campo libre a la TV personalizada.
El problema, sin embargo, sigue siendo el mismo. Es más, se agudiza, pues el televidente cada vez tiene menos herramientas teóricas, conceptuales, académicas y culturales para discernir. Educado por los medios, tiene toda la disposición de caer en su influjo. Tiene, por decirlo así, el pretexto perfecto. Como el diablo, según Baudelaire, posee su mayor victoria en hacernos creer que no existe, así también la mayor victoria de la televisión es hacernos creer que nosotros somos los que elegimos.
¿Cómo vamos a ser los que elegimos si se nos ha machacado, desde pequeñitos, que la TV es una herramienta indispensable para el entretenimiento, la diversión, la información y el goce de los bienes de la cultura, en detrimento de la investigación, la lectura, el desarrollo intelectual y de la creación de un sistema personalizado de información? El mayor logro de este instrumento —que hoy asimila las posibilidades tecnológicas de la era digital para multiplicar su influjo— es haberse hecho “uno con la familia”; haberse convertido en parte del mobiliario; en fin, en haberse colado hasta la intimidad de las personas para convertirse no en un medio, sino en un fin en sí mismo. La gente no se pregunta para qué tener tele en la casa. Se pregunta dónde va a caber el aparato para “convivir” con él.
Sin embargo, hubo un tiempo que fue la televisión una relación con un cierto “nosotros”. Será, en adelante, una relación yo-tú.
Publicado en Revista Siempre!