Inicia la Cuaresma. El mensaje de Benedicto XVI, tan bellamente resumido por don Mario De Gasperín, toca el núcleo de la paz, del desarrollo humano, del amor y del perdón: la justicia. La Cuaresma es el tiempo litúrgico que nos hace uno con Cristo a través del ayuno, de la oración y de la limosna y que nos prepara para vivir en la justicia que es, como decía Joubert, «verdad en acción».
El ayuno nos recuerda que el cuerpo es templo del Espíritu Santo, vocación de servicio a los demás. Abstenerse es elevarse por encima de la necesidad y anclar en el reino de la virtud, es decir, de la renuncia. La oración, individual o comunitaria, hace patente nuestra pequeñez y, al mismo tiempo, nuestra inmensa necesidad de ser colmados por una escucha amorosa, por Uno que nos amó primero y que está dispuesto a darnos lo que necesitamos si se lo pedimos en el nombre de Jesús y por intercesión de María.
La limosna es la acción final del desprendimiento, de la santa indiferencia ante los bienes terrenales que nos abre al misterio y a la serenidad. El huérfano y la viuda, símbolos bíblicos de los desvalidos, de los «olvidados de la tierra» (como los llamó el sociólogo Franz Fanon) se nos dan en oportunidad única y maravillosa de constituirnos hijos de Dios y herederos del Reino.
Ni el ayuno por enflacar, ni la oración por aparentar, ni la limosna por salir del paso y mostrar a los demás «que somos buenos», son la «verdad en acción» sino todo lo contrario: son mentiras que engañan al único bobo que se deja engañar con esas triquiñuelas: yo mismo. En cuarenta días podemos cambiar al mundo si convertimos el corazón a Cristo y, como Él, vencemos la tentación de abandonar la Gracia en manos del placer, del poder, del dinero….