“A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí”, dijo en alguna ocasión el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Y creo que tiene razón.
Muchos de nosotros fuimos futboleros de chiquillos. Algunos seguimos siéndolo. Las decepciones de nuestro balompié no nos han quitado el gusanito de ver un partido por la tele. Continuar leyendo
Cuando Gustavo Jara, el defensa de Chile, le metió el dedo en el ano a Cavani de Uruguay en la recientemente terminada Copa América; o cuando en Brasil 2014, Suárez (también de Uruguay) mordió al defensa italiano Chellini, ni el árbitro ni los abanderados, vamos, ni los coequiperos se dieron cuenta del asunto. Cavani protestó, Chellini mostró al silbante las huellas del mordisco en su hombro… El único que inmortalizó las escenas fue el jugador número 12.
Quiero ver en la figura de este joven mexicano al tipo de católico sin remilgos que todos podríamos ser. Se persigna, le juega de tú a tú al CR7, no se arredra cuando éste lo humilla o cuando Carlo Ancelotti lo deja en la banca sin voltear a verlo. Él trabaja, no deja un segundo de trabajar. Está preparado para cuando el técnico del Real Madrid deje de mascar chicle un segundo, mire a su elenco de recambio y se percate que ahí está y que está para jugar y dar gloria a Dios.
Soy futbolero desde pequeño. Así que lo que diga sobre este horrible negocio en que lo han metido la FIFA y las televisoras, está avalado por diez mundiales vistos, y miles de partidos en la tele y en el campo.
No me enlisto en las filas de los que creen que lo que le pasa a la selección mexicana es reflejo de lo que le pasa a la sociedad mexicana. En todo caso, la situación lamentable del representativo nacional es solamente un reflejo doble: de la venalidad de nuestros gobiernos (todos los colores incluidos) y de la corrupción de nuestras televisoras.



