Una de las grandes aportaciones de nuestra Iglesia que peregrina en México es, sin duda, la Adoración Nocturna. En cualquier templo o capilla donde se encuentre expuesto el Santísimo, familias enteras rezan y le acompañan durante la noche, como signo de comunión y de esperanza en Cristo Jesús.
Las cifras son apabullantes: de los seis millones de adoradores (hombres y mujeres) que hay en el mundo, más de cuatro millones son mexicanos. El movimiento, que cumple en 2010 su bicentenario, ha prendido hondamente en el alma de México. Ha puesto a nuestro país como Iglesia que adora, a los pies del Santísimo, en la confianza de que la Eucaristía es el centro de la vida cristiana y que, desde ella, desde el encuentro con Jesucristo presente en la Sagrada Forma, es posible la solidaridad con todos.
Adorar, según el Diccionario de la Real Academia Española es a) Reverenciar con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina, b) Reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido, c) Dicho de un cardenal: «Postrarse delante del Papa después de haberle elegido, en señal de reconocerle como legítimo sucesor de San Pedro» y d) Amar con extremo. Los adoradores cumplen con todas las definiciones: reverencia a Dios, le dan el culto que le es debido, se postran delante de su majestad y aman con extremo el pan de los ángeles, pues en Él encuentran el camino, la verdad y la vida.
Como sucede con la clausura, la adoración –y menos la nocturna—se entiende fuera de los ojos de la fe. Los que pasan y ven las puertas abiertas de algún templo expiatorio lleno de orantes a las dos de la madrugada, seguramente piensan que los que están ahí dentro son como fantasmas del pasado. Nada más lejos de la realidad. Son las grandes antorchas que nos muestran el fuego nuevo de la resurrección de Cristo; son las hogueras donde se quema el orgullo y aparece, como rescoldo, la humildad de sabernos hijos de Dios.
Cuando sepamos aquilatar esa humildad y atravesemos con ella la coraza de nuestros días desperdiciados, sabremos que en la alta noche del rezo, de la salmodia, del canto, hay más luz que en cualquier otro lugar del mundo.