En el transcurso de la vida –a veces con violencia, a veces con necedad—rehúyo al mero compromiso con otro. Más aún si se trata de hablarle de Dios. Un súbito temor al ¿qué dirá? me invade. Tartamudo, cohibido, parloteo acerca del tiempo, del futbol, de lo mal que está la reforma hacendaria…
Soy de «los de Jonás», como nos apodó el Papa Francisco. Pero de Jonás antes del vientre de la ballena. Cuando el Señor lo mandó a Nínive y Jonás se fue para España, o para quién sabe dónde. Su forma de pensar es la mía: «que ellos se rasquen con sus propias uñas; yo no tengo por qué ir a molestarlos con eso de la salvación de su alma: no soy profeta».
Jonás tenía las cosas muy claras: él era «bueno», los ninivitas no. ¿Cuál es el motivo para importunarlos? Mejor dejarlos como están. A lo mejor son felices. Yo mismo lo pienso: «que se salven o se condenen por ellos mismos». Y saco una retahíla de citas bíblicas. Puros pretextos. El creerme «bueno» (porque voy a Misa, porque no he matado a nadie, porque he dicho puras mentirijillas «piadosas») me da la justificación –inútil—para quedarme dentro de mí. Soy mi propia ballena; soy el fariseo o el publicano que va al templo a pedir perdón a Dios por los pecados de los demás.
Yo no salvo a nadie, ni a mí mismo. Las obras por las que me creo «bueno» no me llevan más que al desfiladero del ridículo. Si voy a predicar, lo haré con mi debilidad, con el testimonio de sentirme amado por Otro mucho más grande que yo. Él es el que salva. Y su Amor, del que solamente puedo ser pálido reflejo.
Publicado en El Observador de la Actualidad