La incidencia de catástrofes nos ha acercado al tema de la muerte. Y con ello, al asunto más relevante de nuestra vida: el Juicio Final. ¿A dónde iremos al morir? Es costumbre escuchar en misas funerales, en los velorios, que se le dice a los deudos: “ya está con Dios”; “ya descansa en el cielo”; “ya goza de la visión beatífica”; “ella (o él) está mejor que nosotros”, etcétera. Cada uno tiene la fórmula para salir del paso. En el fondo, queremos creer que la Misericordia de Dios suple siempre a su Justicia.
En otras palabras: hablar de infierno o purgatorio está completamente vedado en nuestras buenas intenciones de “acompañar” al difunto. Es algo que, nos han dicho, seguramente, la Iglesia “se inventa” para ganar limosnas o para llevar a cabo misas pagadas por el sufragio de las almas. Bien decía el poeta T. S. Eliot: “¿Por qué habrían los hombres de amar a la Iglesia? / ¿Por qué habrían de amar sus Leyes? / Ella les habla de Vida y Muerte y de todo lo que ellos querrían olvidar…”.
¿Olvidar? Que nadie nos indique qué tenemos que hacer con nuestro cuerpo, con la vida que tenemos para gozar. Menos que nos venga con cuentos de “prepárate, porque no sabes el día ni la hora”. Ya me arrepentiré en su momento; ya me acogeré a la Misericordia cuando viejo… En esencia se trata de la crisis actual de obediencia a las Leyes de la Iglesia que poetizaba Eliot. Queremos un mensaje libre de responsabilidades y deberes.
Pero, decía el cardenal Ratzinger, atentos: “una Iglesia que deja degradar su propio mensaje, acaba siendo rechazada por los hombres que la forman”. No degradarlo significa difundir profundamente la Misericordia de Dios y también su Justicia.