Novísimos

NovísimosEs difícil, pero no imposible, hablarle al mundo de hoy de “las cosas últimas”: muerte, juicio, purgatorio, cielo e infierno.  Acostumbrado a lo inmediato, a lo momentáneo, a lo tangible, el hombre de hoy hace oídos sordos a cualquier reflexión sobre el más allá. 

Por eso ni le gusta la poesía, ni le entiende a la liturgia y considera que la religión –con sus dogmas y sus mandamientos—es cosa del pasado.  Por lo mismo, no trabaja ya en la salvación de su alma.  Trabaja, en todo caso, por la perfección de su cuerpo.  Y, como dijo una vez a los sacerdotes de Roma el Papa Benedicto XVI: “Quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra”.

Ya no se le tiene miedo al infierno, al purgatorio, al juicio de Dios.  Nos parece que son cosas con las que nos querían asustar las abuelas.  Por eso los confesionarios se van quedando vacíos; cada día es más difícil caer de rodillas, ignorando que –como decía Chesterton—es nuestra única manera de crecer.  La cautela nos ha corrompido la prédica.  En Cruzando el umbral de la esperanza, el siervo de Dios Juan Pablo II dice sin rodeos: “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo”.

Sí, miedo.  Miedo a perder el cielo, la salvación, el alma, el Paraíso, la presencia divina, la visión del rostro de Dios.  Miedo de dejar pasar el tren de la esperanza en la vida eterna, o de canjearlo por un placer transitorio, efímero, evanescente.  Tomás de Kempis, autor de la Imitación de Cristo escribió: “Mira al fin en todas las cosas, y de qué suerte estarás delante de aquel Juez justísimo, al cual no hay cosa encubierta, ni se amansa con dádivas, ni admite excusas, sino que juzgará justísimamente. ¡Oh ignorante y miserable pecador! ¿Qué responderás a Dios, que sabe todas tus maldades?”.

Las “cosas últimas” nos son extrañas.  Por eso, de tanto en tanto, un periódico católico tiene que volver sobre ellas.  No para regodearse en un conocimiento particular, sino para advertir de que sí existen, de que están ahí y que alguna día compareceremos ante el tribunal de Dios en donde seremos juzgados de acuerdo a nuestras obras, de amor o de olvido.