En la Vigilia con los fieles a la Divina Misericordia, el pasado sábado en San Pedro, el Papa Francisco nos punzó –una vez más, y por si falta hiciera—el corazón del cristiano (el que debería tener el cristiano).
Habló de la palabra olvidada; de las palabra que ya no decimos o porque no es “bien vista” por los que me rodean, o porque “nos compromete”. Hablo de la palabra “ternura”. Hace tiempo se volvió cosa de afectados, de sensibilidades demasiado delicadas, de gente sin qué hacer.
En el lenguaje de las revistas rosas, decir “da ternurita” es tanto como declarar que el otro es débil, pusilánime, apocado. Pero el Papa Francisco tumba todo: recordó el abrazo de un padre o de una madre a sus hijos y subrayó la «ternura, palabra hoy casi olvidada», es la capacidad de «entrar en las llagas del otro», porque «una fe que no es capaz de meterse en las llagas del Señor, no es fe, es idea, ideología; nuestra fe es encarnada en un Dios que se hizo carne, que fue llagado por nosotros».
No hay camino que nos meta en las llagas del prójimo sino el de la ternura. Lo tierno, sí, es lo frágil. Pero, ¿hay algo más frágil, más digno de inclinarse sobre él, más necesitado de agua limpia para tener vida, que el amor? Dios no se pregunta: si el hijo cae, lo levanta. Así es la ternura: el proyecto de la misericordia.
Publicado en la edición impresa de El Observador