Un invento más del IFE, como tantos otros, son las intercampañas: ese trozo de tiempo entre el proceso interno y el banderazo de salida de los candidatos oficiales de los partidos políticos que pelean la Presidencia de la República. Podría decirse que es la cuaresma de los aspirantes, una especie de retiro en el desierto para que mediten sus intenciones y sufran la tentación del mal que es —para los “virtuales precandidatos”— estar alejados del micrófono y sobrevivir así en las preferencias de la gente.
El silencio se agradece. Pero, ¿sirve de algo? No pasó un segundo de la veda y ya los equipos de los tres partidos políticos mayoritarios, se pusieron a buscarle resquicios a un mandato que, por improvisado, tendrá más agujeros que un gruyere. Van a acabar por tumbar este obstáculo o, mejor dicho, en utilizarlo a su favor. Como muchos otros, el lineamiento está hecho de una mezcla banal, cincuenta por ciento de apresuramiento, cincuenta por ciento de intentar pasar por celosos guardianes de la pureza del voto, cuando lo que tendrían que hacer es dejarlo a la libertad del ciudadano y al contacto continuo con quienes pretenden guiarlo.
En el fondo, las intercampañas son emplastes ante el resquebrajamiento de la pared de la confianza ciudadana en sus instituciones electorales. Tomadas por asalto entre los partidos y sus intereses de miras muy cortitas, los organismos encargados de vigilar los comicios enfrentan la más aguda crisis de credibilidad desde que iniciaron su andadura, a mediados de los noventa del siglo pasado. Al multiplicar los candados a los aspirantes, lejos de castigarlos, castigan a la gente. Le impiden conocer quién los puede gobernar mejor. Y los echan al ruedo por poco tiempo, con lo que el candidato se convierte en ruido. Y en pura publicidad. ¿Quién gana en esto? Los barones de la comunicación pública, que son como cinco. ¿Quién pierde? Todo el país.
Publicado en Revista Siempre!