Hombres y apodos como «el Chapo», «la Barbie», «el Coqueto», nos llenan de horror, porque sabemos que tras esos alias se esconde la más miserable de las condiciones del ser humano: la condición del asesino. ¿Cómo o por qué se ha llegado hasta este «grado cero» de amistad con el otro hombre? ¿Son –como a veces nos los quiere explicar el poder político- monstruos por generación espontánea, por elección, por capricho, amor al dinero, a la vida fácil, al placer?
Mucho les viene del ambiente. Y más aún, de la «ceguera a los valores» de que hablaba el filósofo Dietrich von Hildebrand. Hoy pasamos por alto, como sociedad, como instituciones, como personas o como familias, lo que es valioso por sí mismo, lo que nos abre el camino al corazón del otro. Pienso, por ejemplo, en las películas de cine, en las telenovelas, en los programas de televisión, en las emisiones de radio: la mayor parte de estos productos comunicativos traen contenidos que denigran los derechos, los vuelven acomodaticios, inventan otros que no existen y se burlan, abiertamente, de la virtud.
Estamos ciegos a los valores porque los valores significan elecciones y renuncias. Y los medios nos enseñan a elegir sin renunciar (lo cual es imposible). ¿Cómo se ve esto? Por citar un caso, el del matrimonio religioso. Se presenta en las teleseries como un mero requisito social, «para cumplir». Y se muestra a los espectadores que «se puede» estar casado y tener un segundo o hasta un tercer frente. Son cosas que reclama el cuerpo. Y al cuerpo –exclama la publicidad—hay que darle lo que pida.
Un derecho humano fundamental, que deberíamos defender creyentes y no creyentes, es el de la libertad religiosa. Pero no lo apreciamos: nos parece un derecho de segunda o de tercera. Ejercible solamente en el templo. Si de él se burlan en la tele, ni modo. Si el padrecito siempre es visto como un violador en potencia, «por algo será»; en fin, si a los creyentes se nos considera unos disminuidos, cambiemos de canal y asunto arreglado. Qué poco aprecio tenemos por la verdad. Y por la trascendencia. Qué mal defendemos el valor y la virtud. Y luego preguntamos: ¿De qué se ríe «la Barbie»? Se ríe de nosotros. De nuestro miedo por el bien.