¿Es la imagen el problema?

El ex presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez anduvo por México hace un par de semanas, dictando conferencias aquí y allá, sobre estrategia contra la violencia, recuperación de la confianza, inversiones, turismo y un vasto número de cuestiones que propició durante su gobierno en la nación sudamericana. Ante los gobernadores de Quintana Roo, Yucatán, Veracruz y Campeche, Uribe Vélez, en Cancún, dijo —en resumen— que la recuperación de la imagen de su país fue clave para generar la confianza de los inversionistas y del mercado turístico, “lo cual permitió elevar la llegada de vuelos de todo el mundo, cruceros y lograr su consolidación como destino de convenciones de talla internacional”.

Advirtió que la principal estrategia para esta recuperación (habría que ver si fue real o solamente en la virtualidad política con la que muchos ex mandatarios juzgan sus periodos de gobierno) fue la política de seguridad interna (léase el tema de Ingrid Betancourt, que fue, evidentemente, el que lo catapultó, por unas semanas, en el plano internacional). Habló de incentivar la participación ciudadana “en la lucha del Estado y de sus órganos de seguridad contra los grupos criminales, además de aplicar acciones que llevaron a reducir los índices de secuestros y homicidios”: “La seguridad —argumentó— no es una acción de guerra ni un camino hacia la dictadura, la seguridad es un valor democrático”.

Totalmente de acuerdo. Pero: ¿solamente es cuestión de imagen y de fortalecer la seguridad lo que va a hacer que la percepción mundial sobre México cambie? ¿Con participación social se logra erradicar la impunidad con que se comete el crimen en el país; la corrupción de la policía? No tengo mucho qué decir en estos ámbitos, pero sí puedo apuntar algo en el terreno de la imagen de una organización, de un gobierno, de un país.

Y por principio de cuentas he de decir que una percepción de la imagen deteriorada de México en el concierto internacional no se resana con medidas publicitarias. Ha sido el gran error que ha cometido, por ejemplo, el gobierno de nuestro país: invertir en comerciales, estrellas de cine que digan qué bonito es México, contratar a cineastas que hagan documentales sobre las pirámides… Es dinero echado al tubo del desagüe. La oferta publicitaria mundial es tan apabullante que resulta imposible distinguir lo que ofrece uno u otro destino turístico.

Aunque no les guste a los dueños del dinero público, en el área en que hay que invertir es algo menos lucidor pero más efectivo en términos de seguridad, desarrollo democrático, participación ciudadana y respeto a los demás. Hay que invertir en la familia. La familia necesita empleos. Hay que invertir en empleos. La familia necesita subvenciones. Hay que subvencionarla. Los miles de millones que se tiran a la basura en campañas políticas, giras de promoción turística, mantenimiento de embajadas en lugares ni medianamente estratégicos, etcétera, podrían ser dirigidos a crear un salario familiar digno (como ya se hace en muchos otros países del mundo) que permita a quien hace frente de “la institución que fabrica los cuerpos y las almas de la humanidad”, según la feliz expresión de Chesterton, a las necesidades básicas sin tener que delinquir, subemplearse, entrar de sicario, al ambulantaje, al partido para que le den láminas y construir el techo de su jacal, robar al güerito, transarlo, engañarlo, embaucarlo… Eso, a la larga, creará imagen. Y confianza. Porque no hay mayor confianza que la que se desprende de una sociedad donde la familia funciona.

Publicado en Revista Siempre!