Héctor Zagal es un curioso y muy interesante intelectual mexicano que estudió filosofía en España, da clases en la Panamericana y escribe lo mismo libros con el seudónimo de su hermana Mónica (La venganza de sor Juana), que textos sobre gastronomía, cultura e historia.
Con el trasfondo del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, Zagal publicó —bajo el sello editorial de Martínez Roca— una curiosa y divertida parodia llamada La cena del bicentenario. La trama —que deja algunos cabos sueltos en materia de temporalidad y no llega a hacer verosímil del todo la merienda— se desprende de la invitación que hacen Maximiliano de Habsburgo y Carlota Amalia, emperadores de México, a celebrar el acontecimiento al Castillo de Chapultepec.
Los comensales del austriaco y la belga fueron Benito Juárez, Porfirio Díaz, Agustín de Iturbide, Miguel Hidalgo y Emiliano Zapata. La primera parte se desarrolla por la mañana del 13 de septiembre de 2010 (en un tiempo imaginario). Conocemos a los invitados por sus costumbres culinarias. Y por los planes que entretejen para la cena a la que han sido invitados (unos quieren ir, otros no). Más adelante, viene la recepción, los escarceos, la desmitificación de la “historia de bronce” que Zagal intenta hacer —a veces con mucho éxito— en su novela.
La trama del asunto se enreda cuando Zapata cae tras ser envenenado con la champaña mientras los emperadores y sus invitados admiran los fuegos de artificio de la ceremonia montada en Paseo de la Reforma. Hidalgo (coincidiendo en sus métodos investigadores con el Padre Brown de Chesterton), asume los interrogatorios para saber quién mató a “Miliano”. En el trascurso de éstos, se van deshojando los mil y un rencores guardados en el pecho por cada uno de los “héroes que nos dieron Patria” y de los emperadores a los que se les cedió la Patria para que nos pusieran de acuerdo.
Las rencillas acaban en el momento en que se descubre que el asesinato del “caudillo del sur” fue, como el Estado mexicano, un asesinato fallido. No era a él a quien el asesino quería escabecharse, sino a su señora Carlota Amalia, que ya lo tenía hasta la coronilla. Casi como en el caso-Colosio: las conjeturas van por un lado, el verdadero asesino por el otro. Nada más que aquí sí se descubre, y la señora que mata al señor y que luego se suicida. Los sobrevivientes se refugian en un saloncito del Castillo de Chapultepec donde el mayordomo les dispuso coñac y jamoncillos de leche quemada. Todos beben, hasta Juárez. Lógicamente, intentan tomar el poder de México; cada uno se ve con la justificación histórica y patriótica de hacerlo.
Hay una refriega intensa a base de jamoncillos y objetos de poca monta que vuelan de un lado para otro. Alguien tiene que ponerle fin a la “era de los caudillos” y comenzar ya “la era de las instituciones”. Ese “alguien” es el mayordomo que ha cambiado la librea por el traje gris Oxford. Llega a la mitad del pandemónium y les anuncia, con toda la cortesía del mundo, que ha envenenado su coñac y que asume el poder. Les dice su nombre. Diré yo sus iniciales: p.e.c., a quien sus cuates (no eran muchos) le decían “el Turco”.
Como comienzan las leyendas en España, “tonto el que no entienda”.