Las dos son grandes, grandísimas. Una por andariega, la otra por escondida. Teresa de Ávila reformadora del Carmelo. Teresa de Lisieux revolucionaria del Carmelo. Son dos saetas que iluminan el octubre de los hombres que las celebramos. Las dos Teresas: ¡qué portentos de santidad; qué santidades tan humanas; qué mujeres tan deveras!
Dos anécdotas: Teresa de Ávila en una fonda del camino, saboreando unas perdices. Le dice la monjita que la acompaña si no cree que saborear así un manjar sea pecado. Ella le responde que probablemente sí, «pero es que están tan ricas…». Teresa de Lisieux disfrazada de santa Juana de Arco, representando en el convento a la heroína de Orleans.
Hay humor en la vida de la mística española y de la autora francesa del «caminito». La primera habría dicho que un santo triste es un triste santo. Ambas son inconformes, apasionadas, libres en su entrega a Dios. Pero, sobre todo, son creativas. Juan Pablo II pedía en su carta sobre el nuevo milenio que los católicos fuéramos creativos en las formas como nos organizamos para hacer el bien: salirse de lo trillado; aquí hay dos magníficos ejemplos.
Leyendo sus escritos autobiográficos encontramos en las dos Teresas el elemento central de la civilización cristiana contra la barbarie: la creación constante. No miran para atrás nunca. Siempre hacia adelante, hacia arriba, pero con los pies pegados al suelo. Las dos son doctoras de la Iglesia no porque hayan expuesto una teología sino porque a través de ellas resplandecen las razones para luchar contra el Mal, contra el Diablo al que san Jerónimo llamaba, con toda justeza, «el mono imitador de Dios».
Al Diablo, al Mal, a la destrucción, a la tristeza, a la desesperanza, a la barbarie que finge construir, las dos Teresas les oponen el triunfo de la alegría. Y la alegría no como burla del otro (ésa nunca es alegría), sino como intimidad con la Creación. Son dos grandes gotas de rocío en el desierto relativista de hoy. Son dos relámpagos para las almas que esperan, contra toda esperanza.