En su Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, el Santo Padre Juan Pablo II nos recuerda que el método de la repetición del Rosario se basa en algo muy simple: la limitada capacidad que tenemos (en nuestra fe y en nuestra sesera) para alcanzar a comprender los misterios de la vida, la muerte y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
Al Rosario, Juan Pablo II le llama una oración de gran significado, sencilla, incluso fácil, pero que está destinada «a producir frutos de santidad». Hoy mismo, en donde el mundo se nos presenta como un tapete tejido a mano por la complejidad y el desenfreno, qué importante resulta este remanso de paz, arroyo de aguas cristalinas, energía para remar mar adentro, hacia las mareas procelosas de la historia y la civilización humanas.
Lejos de ver en el Rosario una fórmula mágica o una letanía sin rumbo, hemos de ver en esta maravillosa oración la entrada de lujo a la cristología. «En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como su compendio», continúa diciendo Juan Pablo II. «En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal». Y más adelante aclara que, con el Rosario, «el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor».
¿Queremos algo mejor, algo más profundo, algo más bello y más útil para nuestra salvación y para la salvación del mundo? En pocas –muy pocas— palabras, el rezo del Rosario nos obtiene gracias en abundancia, «como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor».
No sé si exista algo parecido en la geografía oracional de las religiones. Me temo que no. Que la belleza alcanzada en las cuentas que penetran los misterios gozosos (lunes y sábado), dolorosos (martes y viernes), gloriosos (miércoles y domingo) y luminosos (jueves) de Jesús, es patrimonio único de los católicos. Un patrimonio que no se guarda debajo de la mesa, sino que se comparte, para que todos alcancemos, algún día, la vida en plenitud.