En el Evangelio de san Mateo (19, 16-21) está descrito —de la forma sencilla que procede de la inspiración divina— el camino de salvación que todos hemos de recorrer si queremos gozar de la visión eterna del rostro del Padre.
La escena es de una naturalidad plástica sorprendente, casi como si estuviéramos ante la narración de una anécdota (¡y qué anécdota: en ella se nos va la vida!). Un joven se acerca a Jesús y le pregunta: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?». No hay ningún tiempo de transición señalado por el evangelista (tan escrupuloso en esos detalles, como lo es san Mateo). La respuesta es fulminante: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos».
Tras este relámpago de sabiduría del Antiguo Testamento, que recorre el Éxodo y ancla en el Deuteronomio, san Mateo nos describe a un Jesús caviloso (seguramente, con los ojos entrecerrados, dejándose habitar por la Gracia del Amor del Padre) y luego de una leve (medida en segundos) meditación, le abre al joven —que somos nosotros, cada uno de nosotros, cuando desde el corazón le preguntamos lo mismo al Maestro bueno— las puertas de la luz, añadiendo inmediatamente: «Ven y sígueme».
¡Cuánta poesía y cuánta verdad, como quería el inmortal Goethe, en tan escasísimo tiempo narrativo! El vino nuevo en odres nuevos no significa echar al cesto del olvido a los odres viejos. Finalmente, los odres nuevos, los que no se resquebrajan ni se rompen al contacto del vino nuevo (la Encarnación), son fabricados siguiendo los moldes antiguos. Jesús no deroga lo antiguo, simplemente lo asume, lo eleva al Padre y nos revela que Él es el camino a seguir para ganarnos el premio de la eternidad.
En otras palabras, como lo resume el Compendio del Catecismo elaborado por el entonces cardenal Ratzinger: «El seguimiento de Jesús implica la observancia de los mandamientos». A lo largo de diez números especiales, El Observador emprende una puesta al día del camino hacia una vida liberada de la esclavitud del pecado. ¡Buena lectura a todos!